
Había una vez, en un reino muy lejano y perdido, un rey al que le gustaba mucho sentirse poderoso, su deseo de poder no se satisfacía sólo con tenerlo, él necesitaba que todos le admiraran por su poder. Pero, invariablemente, todos le decían:
-Alteza, eres muy poderoso, pero tú sabes que el profeta tiene un poder que nadie posee: él conoce el futuro.
El rey estaba muy celoso del profeta del reino, pues éste no sólo tenía fama de ser un hombre muy bueno y generoso, sino que además el pueblo le amaba, le admiraba y se alegraban de que viviera allí. No decían lo mismo del rey, quizá porque necesitaba demostrar que era él quien mandaba, pero no era justo ni ecuánime, y mucho menos bondadoso.
Un día, cansado de que la gente le contara lo poderoso y querido que era el profeta, o motivado por esa mezcla de celos y temores que genera la envidia, el rey urdió un plan: Organizaría una gran fiesta a la que invitaría al profeta, después de la cena, pediría la atención de todos. Llamaría al profeta al centro del salón, y delante de los cortesanos, le preguntaría si era cierto que sabía leer el futuro. El invitado tendría dos posibilidades: Decir que no, defraudando así la admiración de los demás, o decir sí, confirmando el motivo de su fama.
Entonces le pediría que dijera en qué fecha iba a morir el profeta del reino. Éste daría una respuesta, un día cualquiera, no importaba cuál. El rey tenía planeado sacar su espada y matarlo en ese momento. Así conseguiría dos cosas de golpe: La primera, deshacerse de su enemigo para siempre; la segunda, demostrar que el profeta no había podido adelantarse al futuro ya que se habría equivocado en su predicción. En una sola noche acabarían el profeta y el mito de su sabiduría.
Los preparativos se iniciaron enseguida y muy pronto llegó el día del festejo. Después de una gran cena, el rey hizo pasar al profeta al centro de la estancia y se dirigió a él:
-¿Es cierto que puedes leer el futuro?
-Un poco –dijo el profeta.
-¿Y puedes leer tu propio futuro? –preguntó el rey.
-Un poco –dijo el profeta.
-Entonces quiero que me des una prueba –continuó el rey -. ¿Qué día morirás? ¿Cuál es la fecha de tu muerte?
El profeta se sonrió, le miró a los ojos y no contestó.
-¿Qué pasa, profeta? –dijo el rey, sonriente-. ¿No lo sabes? ¿No es cierto que puedes ver el futuro?
-No es eso –contestó el profeta; pero lo que sé, no me atrevo a decírselo.
-¿Cómo que no te atreves?… Yo soy tu soberano y te ordeno que me lo digas. Debes darte cuenta de que es muy importante para el reino saber cuándo perderemos a sus personajes más eminentes. Contéstame, pues: ¿Cuándo morirá el profeta del reino?
Después de un tenso silencio, el profeta le miró y dijo:
-No puedo precisar la fecha, pero sé que el profeta morirá exactamente un día antes que el rey. Durante unos instantes, el tiempo se congeló. Un murmullo corrió entre los invitados.
El rey siempre había dicho que no creía en profetas ni adivinadores, pero lo cierto era que no se atrevió a matar al profeta. Lentamente, el soberano bajó los brazos y se quedó en silencio, los pensamientos se agolpaban en su cabeza. Se dio cuenta de que se había equivocado, su odio había sido el peor consejero. El monarca, con la excusa de sentirse mal, se retiró a sus habitaciones. Pensó que el profeta era astuto, había dado la única respuesta que podía evitar morir, ¿habría adivinado su muerte?, la predicción no podía ser cierta, pero… ¿y si lo fuera? Estaba aturdido.
El rey volvió sobre sus pasos y dijo en voz alta:
-Profeta, eres famoso en el reino por tu sabiduría. Te ruego que pases esta noche en palacio, pues debo consultarte por la mañana algunas decisiones reales.
-Majestad, será un gran honor… -dijo el invitado con una reverencia.
El rey dio órdenes a sus guardianes personales para que acompañaran al profeta hasta las habitaciones de huéspedes en el palacio y custodiaran su puerta asegurándose de que no le pasara nada. Esa noche, el soberano no pudo conciliar el sueño pensando qué pasaría si al profeta le hubiera sentado mal la comida, o si se hubiera hecho daño accidentalmente durante la noche, o si simplemente le hubiera llegado su hora.
Muy temprano por la mañana, el rey golpeó la puerta de las habitaciones de su invitado.
Nunca en su vida se le había ocurrido consultar a nadie antes de tomar sus decisiones, pero esta vez, en cuanto el profeta le recibió, hizo la pregunta… Necesitaba una excusa. Y el profeta, que era un sabio, le dio una respuesta correcta, creativa y justa. El rey alabó a su huésped por su inteligencia y le pidió que se quedara un día más, supuestamente para consultarle otro asunto. (Obviamente, el rey sólo quería asegurarse de que no le pasara nada). El profeta aceptó con sumo agrado.
Desde entonces, todos los días el rey iba a sus habitaciones para consultarle y lo comprometía para una nueva consulta al día siguiente.
No pasó mucho tiempo hasta que el rey se dio cuenta de que los consejos de su nuevo asesor eran siempre acertados e inteligentes, y terminó teniéndolos en cuenta en cada una de sus decisiones.
Pasaron meses, años… Así fue como el rey se fue volviendo más y más justo. Ya no era despótico ni autoritario. Dejó de necesitar sentirse poderoso y demostrar su poder. Aprendió que la humildad también podía tener sus ventajas, y empezó a reinar de una manera más sabia y bondadosa.
Así fue como el pueblo comenzó a amarlo.
El rey ya no iba a ver al profeta para preguntar por su salud, sino simplemente para aprender, para compartir una decisión o simplemente para charlar.
El rey y el profeta llegaron a convertirse en excelentes amigos. Hasta que un día, cinco años después, el rey recordó que aquel hombre al que ahora consideraba su mejor amigo, casi como un hermano había sido su odiado enemigo, y el plan que había querido para matarle. Y se dio cuenta de que no podía seguir manteniendo aquel secreto. Se llenó de coraje y fue hasta la habitación de su amigo el profeta, tocó la puerta, y en cuanto entró, le dijo:
–Hermano mío, tengo algo que contarte que me oprime el pecho.
-Dime, alivia tu corazón. –dijo el profeta.
-La noche que te invité a cenar y te pregunté sobre tu muerte, yo no quería saber nada sobre tu futuro, en realidad. Planeaba matarte, fuera cual fuese tu respuesta. Quería que tu muerte inesperada desmitificara tu fama de sabio. Te odiaba porque todos te amaban… Estoy tan avergonzado.
El rey suspiró profundamente y siguió:
-Aquella noche no me atreví a matarte, y ahora que somos amigos, y más que amigos, hermanos, me aterra pensar todo lo que habría perdido si lo hubiera hecho. Hoy siento que no puedo seguir ocultándote mi infamia. Necesitaba decirte todo esto para que me perdones o me desprecies, pero sin engaños.
El profeta le miró y le dijo:
-Has tardado mucho tiempo en poder decírmelo, Pero, de todos modos, me alegra que lo hayas hecho, porque esto es lo único que me permitirá decirte que ya lo sabía; Cuando me hiciste aquella pregunta y acariciaste con la mano el puño de tu espada, fue tan clara tu intención que no hacía falta ser sabio para darse cuenta de lo que pensabas hacer.
El profeta sonrió y puso su mano sobre el hombro del rey.
-Como justa devolución a tu sinceridad, debo decirte que yo también te mentí. Te confieso que inventé esa absurda historia de mi muerte antes que la tuya para darte una lección. Una lección que hasta hoy no has podido aprender. Quizá sea lo más importante que te he enseñado.
-Tu muerte, mi querido amigo, llegará justo el día de tu muerte, y ni un minuto antes. Es importante que sepas que yo estoy viejo y que si mi día seguramente se acerca. No hay ninguna razón para pensar que tu partida deba estar atada a la mía. Son nuestras vidas las que se han ligado, no nuestras muertes. –Dijo el rey.
Ambos se abrazaron y festejaron brindando por su confianza que cada uno sentía en aquella relación que habían sabido construir juntos.
“Vamos por el mundo odiando y rechazando aspectos de otros y hasta de nosotros mismos que creemos despreciables, amenazantes o inútiles. Sin embargo, si nos damos tiempo, terminamos dándonos cuenta de lo mucho que nos costaría vivir sin aquellas cosas o personas que en otro momento rechazamos”
Cuenta la leyenda que misteriosamente, aquella misma noche el profeta murió mientras dormía. El rey se enteró de la mala noticia al día siguiente, y se sintió desolado. No estaba angustiado por la idea de su propia muerte. Estaba triste por la muerte de su amigo. ¿Qué extraña coincidencia había hecho que el rey le pudiera contar aquello al profeta justo la noche anterior a su muerte?
Tal vez, de alguna manera desconocida, el profeta había hecho que él pudiera decirle aquello para poder liberarlo de su miedo a morir al día siguiente.
Cuentan que el rey se levantó y que cavó con sus propias manos una tumba para su amigo el profeta en el jardín, bajo su ventana. Enterró allí su cuerpo y el resto del día se quedó al lado del montículo de tierra llorando como sólo se puede llorar ante la pérdida de los seres más queridos. Y recién entrada la noche, el rey volvió a su habitación.
Cuenta la leyenda que esa misma noche, un día después de la muerte del profeta, el rey murió en su lecho mientras dormía.
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